EL LARGO CAMINO
DE CASTILLA
Palabras de José Antonio Mazzotti leídas en la presentación de la más reciente novela de Eduardo González Viaña el 6 de agosto del 2020 en el Centro Cultural Inca Garcilaso de la Cancillería del Perú. En la presentación participaron también el Embajador Carlos Herrera, director del Centro Cultural Inca Garcilaso, Beatriz Merino, de la Universidad César Vallejo (casa editora del libro) y el historiador Cristóbal Aljovín de Losada. El evento virtual completo puede verse a través de este enlace:
Eduardo González Viaña viene de una larga tradición de escritores norteños, no solo por sus orígenes chepenanos y trujillanos, sino porque a lo largo de varias décadas ha sido residente en los bosques de Oregon, en el noroeste de los Estados Unidos, donde ha logrado forjar una obra reconocida en varios continentes. Parte de esa obra defiende el derecho de los inmigrantes hispanos a vivir en ese país y a “conservar la magia de hablar español”, como él mismo afirma. Su novela El corrido de Dante es considerada un clásico de la literatura de la migración. Esta obra obtuvo el Premio Latino Internacional 2007 de los Estados Unidos donde González Viaña es un intelectual comprometido con un humanismo solidario y respetuoso de la libertad y de la naturaleza. Desde el 2015 es Miembro de Número de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE) y Correspondiente de la Real Academia Española, al igual que Miembro Correspondiente de la Academia Peruana de la Lengua desde el 2004.
Su novela El camino de Santiago fue considerada por el jurado del Premio de Novela Planeta 2016 como uno de los tres mejores libros presentados en este concurso literario, quizá el más dotado en el mundo de habla castellana.
Menciono esta rica trayectoria y estos altos galardones para poner en contexto la novela que acaba de publicar, El largo camino de Castilla. En ella confirma su enorme talento narrativo y su preocupación por los temas sociales e históricos del Perú y América Latina. Se trata de una novela que nos re-crea toda una época convulsionada, donde las pasiones afloran con el sable y los fusiles dentro de la política peruana, a diferencia de hoy, en que se manifiestan a través de cohechos y contubernios, y las peleas pocas veces llegan a la sangre.
Por eso el contraste entre ese siglo XIX y nuestro inicial siglo XXI no podría ser más saltante. Comienza la novela con una escena que evoca la leyenda del Cid Campeador, quien ya muerto en su caballo se enfrentaba al enemigo, temeroso de su imagen, como si con ella sola fuera capaz de convocar las fuerzas de la naturaleza y la furia humana que asegurarían la derrota de los infieles. Es decir, que ni siquiera necesitaba mover un dedo: la sola idea del héroe asegura la victoria.
Pero en el caso de esta novela, se trata de la muerte de Ramón Castilla en 1867, que llegando a Tarapacá, en plena rebelión contra el presidente Mariano Ignacio Prado por el tratado Vivanco Pareja, muere a los 70 años de edad cabalgando su caballo luego de muchas horas de viaje. Es pues, una novela que empieza con una anécdota que será revertida a través de los raccontos narrativos que presentarán distintos pasajes de la vida de Ramón Castilla, hasta completar un cuadro total de este fascinante personaje de la historia peruana, recordado por su valiente posición para abolir la esclavitud de los afrodescendientes, el tributo indígena y modernizar el país.
Me llamó la atención también que los pasajes históricos de la novela estén en cursivas, lo que desencadena una estructura paralelística de la narración, evocando, a pesar de las distancias, la estructura del género de la “tradición peruana”. En ese sentido, la novela de Eduardo González Viaña se entronca con una vigorosa estirpe de escritores que parten de la realidad histórica, como el propio Ricardo Palma hizo introduciendo párrafos que podrían pertenecer al género presidido por la Musa Clío, la Musa de la Historia, pero engalanándolos y subvirtiéndolos con los chispazos de la imaginación poética a través de la ficcionalización yuxtapuesta a ellos.
Así, el narrador salta en los tiempos y nos remite al pasado inmediato que va desmadejando una trama de múltiple aristas. La partida de naipes en la que gana su famoso caballo “Colorado” y los enfrentamientos con los presidentes Pezet y Prado empiezan a trazarnos el retrato de un hombre tan valiente como astuto. Estas cualidades serán el telón de fondo de la elaboración del protagonista en sus perfiles militares y psicológicos.
Entre ellos, está el diálogo que desde la muerte sostiene Ramón Castilla con un chamán o yatiri que lo “limpia” y adorna para sus exequias, pero lo trata como si estuviera vivo, pues de alguna manera lo está. Castilla habla con el chamán, recuerda sus lances amorosos y políticos, deambula por el mundo de los vivos como Pedro en su casa. Este rasgo, que es una herencia del realismo mágico, sin duda, y que nos evoca al Juan Rulfo de Pedro Páramo, adquiere, sin embargo, una dimensión histórica, pues el mito de Castilla ha crecido tanto que su solo nombre moviliza tropas y subleva a las masas, incluso desde la muerte.
Pero es recién a partir del Capítulo 3, titulado “Tú me completas”, que empieza el recuerdo de Castilla de sus años mozos, cuando llega a Buenos Aires en 1817 como prisionero de guerra tras haber participado en la batalla de Chacabuco en el ejército realista. En efecto, para los que no lo saben, Don Ramón Castilla fue un joven oficial al servicio del tirano Fernando VII, el mismo que desbarrancó la Constitución liberal de 1812 y que se opuso con mano sangrienta a las liberación de los pueblos hispanoamericanos. No suele hablarse de esa etapa juvenil y pro-monarquista de Ramón Castilla pues empaña su gran legado posterior. Sin embargo, la novela de Eduardo González Viaña no tiene reparos en ficcionalizar esos años juveniles de nuestro héroe, pues es precisamente en la narración de su evolución gradual hacia las causas de la libertad y la justicia donde la novela adquiere su mayor fuerza. En ese sentido, es dialéctica y compleja como su mismo personaje central.
Decía, pues, que en Buenos Aires Castilla tiene algunas experiencias determinantes. Entre otras, un amor intenso con Isabel Pueyrredón, joven argentina de azules ojos que se disuelve en el recuerdo, pues la muerte se la arrebata prematuramente. Luego la historia salta veinte años y se encuentra en la catedral de Arequipa con la que sería su esposa, Francisca Diez Canseco y Corbacho, con quien se une el 2 de mayo de 1835, cuando Castilla ya había alcanzado el grado de general de brigada. Más adelante, llegamos al año 1867, a la vejez de Castilla y a la increíble vida de Francisca o doña Pancha, su viuda, que como gran aliada del mariscal posterga la noticia de la muerte de su marido para no darle gusto a su enemigo mayor, el presidente Mariano Ignacio Prado, el cual, con el tiempo, durante la guerra con Chile, terminaría siendo un gran traidor al país. Estos saltos temporales se unifican por ser parte de la memoria dispersa del difunto, que entre el más allá y el más acá se resiste a irse totalmente de este mundo.
Y así continúan los episodios por la vida de Castilla, quien los rememora desordenadamente desde un estado intermedio entre la vida y la muerte, hablando con el yatiri o chamán aimara, que sabe comprender la situación, a diferencia de todos los demás que rodean el cadáver. La novela tiene el mérito de dar espacio a las visiones míticas y animistas de las culturas indígenas. En determinado momento, por ejemplo, el chamán llega a decir:
“—La república tiene cincuenta años de vida. Y los españoles han estado aquí 300 años. Nosotros somos más viejos y estamos aquí desde siempre. Tal vez desde antes de siempre. Nosotros somos los aimaras”.
Esta amplitud cultural y la experiencia de Castilla en carne propia a lo ancho de Sudamérica determinarán que se convierta desde su juventud en un gran partidario de la independencia, abandonando su afiliación al ejército realista y poniéndose al servicio del general San Martín en 1821. Pero no nos adelantemos demasiado.
La primera parte de la novela, pues, abarca los primeros dieciséis capítulos, que nos permiten conocer las intrigas políticas de su tiempo, las expediciones rebeldes y las consiguientes campañas de debelamiento, la personalidad de Castilla y el prestigio que adquiere no solo durante su ejercicio como presidente por dos ocasiones, sino como un acérrimo defensor de los intereses del país.
Pero es a partir del Capítulo 17 que entramos al meollo de la narración. Esta segunda parte de la novela se desenvuelve en una linealidad temporal que abarca más del setenta por ciento del texto, hasta llegar al Capítulo 62, de un total de 64. Es decir, esta segunda parte de 45 capítulos es un verdadero recorrido desde São Paulo a Lima en los primeros meses de 1818, pero también evoca el viaje de Dante por el Infierno hasta llegar al monte Purgatorio y eventualmente a la visión de Beatrice en su cima. La novela adquiere, pues, un rango alegórico, salpicado por numerosas anécdotas y personajes que ayudan a que el joven oficial Castilla conozca de cerca lo que será en realidad su patria, no España, en la que nunca estuvo, sino el Perú, en la acepción más amplia de la palabra.
Junto con su compañero de armas y oficial superior Fernando Cacho se “escapan” de Buenos Aires y en Brasil son apoyados por el embajador de España para marchar hasta el Perú y así reintegrarse a las fuerzas del Rey, que esperan defender el núcleo del virreinato de la amenaza libertadora que ya se había extendido en Argentina y Chile. Pero el amor que Castilla encuentra en Buenos Aires en la hermosa Isabel Pueyrredón será un primer vislumbramiento de otra felicidad, otra patria, otra noción de comunidad. Ella, ferviente independentista y patriota argentina, trata de convencerlo de que cambie de bando, pero sin éxito. Eso es algo de lo que Castilla se arrepentirá hasta el fin de sus días, pues nunca volverán a verse.
Se marchan así a Brasil, como dije, y empiezan un recorrido que los lleva por los lugares más desopilantes: quilombos o palenques con esclavos cimarrones, las misiones del Paraguay y su utopía igualitaria, campamentos de bandeirantes o piratas de tierra, como se les conocía a esos birladores de caminos, brujos, chamanes, mujeres que son espíritus, para ofrecernos un gran fresco de la Sudamérica colonial de principios del siglo XIX. Conocen también las terribles injusticias que se cometen contra los indígenas y los esclavos, y están a punto de perder la vida varias veces.
Tras unos meses cruzando el Mato Grosso, el Chaco y adentrándose en la ceja de selva del Alto Perú, llegan a Santa Cruz de la Sierra para pasar a Copacabana, donde presencian un diluvio parecido al fin del mundo. Cruzan el lago Titicaca y se dirigen a Puno y luego al Cuzco, siguiendo la ruta al noroeste. Siguen Huamanga, Huancavelica, Jauja y finalmente la Ciudad de los Reyes, donde el virrey Pezuela los recibe con los brazos abiertos.
La trama final se resuelve en el cambio de conciencia que vive Castilla al darse cuenta de que los realistas están perdiendo la guerra no solo por incapacidad militar cuando desembarca José de San Martín en las costas de Pisco, sino que es el fervor del pueblo el verdadero motor de los grandes cambios sociales y políticos. Por eso decía que la novela es alegórica en el mismo sentido de la Divina Comedia. Nuestro Castilla-Dante llega a la contemplación de un futuro diferente después de haber atravesado el Infierno. Su patriotismo termina siendo su salvación y es la base del mito que se termina tejiendo alrededor de su figura, incluso después de muerto.
Estamos ante una novela de excelente factura, muy entretenida y llena de colorido, con incursiones audaces por la cultura popular y la magia indígena, que rescata un Perú en sus raíces profundas y nos hace querer más a este país por toda su inmensa riqueza cultural y su apasionante historia.
Muchas gracias a Eduardo González Viaña por haberla escrito y por el honor que me otorga al invitarme a presentarla. Gracias a todos.
No comments:
Post a Comment