Monday, December 14, 2020

MATERIALES PARA LA HISTORIA DE LA POESÍA PERUANA XI: LA LETRA EN QUE NACIÓ LA PENA

La “polémica” alrededor de la antología La letra en que nació la pena (Lima: El Santo Oficio, 2004) de Raúl Zurita y Maurizio Medo




Materiales:

1) Reseña de José Antonio Mazzotti publicada originalmente el lunes 7 de marzo del 2005 en el suplemento cultural Identidades del diario oficial El Peruano, Lima. Debe señalarse que Mariela Dreyfus no fue una de las poetas incluidas en dicha antología (ver su respuesta a esta reseña más abajo).

La reseña de Mazzotti fue reproducida en el portal chileno letra.s5

Aquí el texto:

Poetizar la tragedia: a propósito de una muestra señera

Por José Antonio Mazzotti

La reciente publicación de la antología de poesía peruana La letra en que nació la pena (Lima: El Santo Oficio, 2004), de los poetas Maurizio Medo y Raúl Zurita, sirve de excusa perfecta para la breve reflexión de las páginas que siguen. Y a la vez, quizá, de disculpa, ya que hablar de poesía peruana es tan ambicioso que se podría correr el riesgo de nunca acabar. Por eso, aquí me interesa centrarme en dicha "muestra", como sus autores la califican, pues marca una inflexión importante en la conceptualización de un corpus tan variado como polémico.

Pero empecemos por aclarar algunas pautas. Ese ejercicio cultural que suele entronizarse como "poesía peruana", a secas, ha pasado por siglos de criba etno-criolla que derivan en el anulamiento siempre frustrado de otras formas de producción no menos poética. Me refiero, obviamente, al océano de las oralidades en lenguas indígenas y en castellano popular, así como a las formas escritas en dichos idiomas y sus sociolectos, que no esperan por oficializaciones lingüísticas para asumirse como parte de una amplia nacionalidad o, incluso, para circular a espaldas de una nacionalidad. Esta conciencia de las heterogeneidades asimétricas del quehacer verbal (cónsonas con otras asimetrías sociales y económicas harto sabidas) le ha dado a la "literatura peruana", en general, una tensión que hasta hoy no se conjura.

Tal como el país está marcado por esas diferencias internas y sus sistemas literarios coexisten en rango de desigualdad, la poesía "culta" u "oficial" (la que corresponde a la franja de intelectuales occidentalizados, en su inmensa mayoría monolingües) recoge las particularidades cotidianas que marcan la aventura no sólo de vivir en el Perú, sino de vivir el Perú, dondequiera que se habite. Por eso es importante reconocer que un sector importante de las letras peruanas se produce en el exilio, y que esa condición favorece descentramientos subjetivos que enriquecen la mirada sobre las identidades colectivas que se dejaron atrás. En otras palabras: mirar el bosque en vez de sólo el árbol nos permite entender las dimensiones de la tragedia de una manera más diatópica y diacrónica. No por nada los autores peruanos en el extranjero (que nada más en los Estados Unidos ya llegan por lo menos a cuarenta, según una reciente encuesta realizada en coordinación con Isaac Goldemberg) aparecen de manera profusa en la antología. A la vez, y sin salir del territorio peruano, y merced a la tan mentada globalización, muchos de los poetas jóvenes prefieren mirar hacia otras tradiciones y echar mano de los medios de comunicación propios de la juventud urbana (como el "chateo", la estructura hiperdialógica de la comunicación electrónica, y la siempre inevitable oralidad).

En sus respectivos prólogos a la muestra de veinticuatro autores contemporáneos, Maurizio Medo (poeta peruano aparecido en la década del 80, con ocho libros publicados, y habitante del in-silio arequipeño) y Raúl Zurita (poeta chileno ligeramente anterior, internacionalmente reconocido, y de diáspora constante) se encargan de explicar los criterios de su selección. Lo primero que hay que notar es el corte temporal: 1970-2004. ¿Por qué treintaicuatro años y no veinte o cincuenta? ¿Por qué comenzar en 1970, en todo caso? 

Retomando la historia

Para entrar en autos y recordar las premisas básicas de la reflexión, cabría señalar que es la década del 70 la del último intento de lograr una modernidad en el Perú desde un estado paternalista. Son los años de la llamada "revolución peruana" bajo la égida de los No Alineados durante el gobierno del general Velasco Alvarado, que le dio la estocada final a la distribución latifundista de la tierra y a toda una oligarquía supérstite de lo que los historiadores Manuel Burga y Alberto Flores Galindo llamaron "la República Aristocrática". Si bien este concepto se aplica plenamente a las tres primeras décadas del siglo XX, no deja de tener repercusiones tardías hasta la Reforma Agraria velasquista de 1969. A la vez, esos mismos sectores atacados por el reformismo velasquista, se regenerarían bajo otras modalidades de producción, reinsertándose en un sistema económico igualmente (an)globalizado.

Ahora bien, y sin intenciones de caer en una simplificadora teoría del reflejo, fue en 1970 que se dio a conocer una de las últimas versiones de la vanguardia revitalizada, el Movimiento Hora Zero. Los poetas de ese grupo, en su mayoría provincianos, proclamaron a través de manifiestos y diversas formas de activismo la decadencia de la poesía anterior, de sus representantes cómplices de la escandalosa explotación que al fin se empezaba -según creían- a superar en esos años de profundo entusiasmo. Solamente rescataban a Vallejo y al joven poeta guerrillero Javier Heraud, asesinado en 1963. Asimismo, proclamaban la vigencia del estilo conversacional y de una concepción escritural llamada por ellos "poesía integral", que debía recoger todos los materiales pertinentes para la elaboración del poema, los sonidos de la calle, los murmullos de la ciudad, o los recuerdos del terruño. Hay que decir también que Hora Zero no fue el único fenómeno poético de esos años. Hubo muchos otros autores que de manera individual (José Watanabe, Abelardo Sánchez León, Elqui Burgos, por ejemplo) publicaron con constancia y sin tanto barullo. La antología que editó José Miguel Oviedo con el título faulkneriano de Estos 13 (1973) daba cuenta de que algo reciente había aparecido hacía muy pocos años y que merecía la atención de la crítica "oficial".

Han pasado los años y ahora empiezan a revisarse las clasificaciones que se ensayaron entonces. Para amparar la novedad de la propuesta horazeriana y el surgimiento de sus coetáneos, se empezó a hablar de una "generación del 70". La operación era bastante lógica. Ya se había clasificado a la enorme pléyade de intelectuales (no sólo poetas) surgida veinte años antes como "generación del 50" (un grupo en el que destacan, en poesía, Jorge Eduardo Eielson, Washington Delgado, Javier Sologuren, Blanca Varela, Carlos Germán Belli; en narrativa, Mario Vargas Llosa y Julio Ramón Ribeyro; en crítica y ensayo, Antonio Cornejo Polar; entre muchos otros). Asimismo, en los 60 habían aparecido poetas de visibilidad internacional temprana (Antonio Cisneros y Rodolfo Hinostroza, el ya mencionado Javier Heraud) y novelistas como los del grupo y la revista Narración (dentro y fuera de ella, Antonio Gálvez Ronceros, Roberto Reyes Tarazona, Gregorio Martínez, Augusto Higa, Eduardo González Viaña). Para poder diferenciarlos de los anteriores, se habló de una "generación del 60". En poesía, varios de esos autores se agruparon bajo la emblemática muestra Los nuevos, editada por Leonidas Ceballos (1967). Nada menos propicio, entonces, que proclamar poco después, en contraposición no sin visos fratricidas, el surgimiento de una "generación del 70" a principios de ese decenio, marcado en términos históricos por la ampliación del estado nacional y la modernización vertical desde el ímpetu velasquista. Nótese, sin embargo, en los tres grupos, la escasa presencia de mujeres. No porque no las hubiera, sino porque con pocas excepciones entraban en las antologías u ocupaban un lugar destacado en las historias literarias. Hasta cierto punto, la reflexión crítica sobre el quehacer literario seguía las pautas de una tradición falocéntrica y misógina, que concebía el sujeto poético como eminentemente masculino y, por lo tanto, no encontraba (salvo en las notables excepciones de Blanca Varela, María Emilia Cornejo y Carmen Ollé) ejemplos equivalentes a los varoniles.

Pues bien, como sin duda se recuerda, el proyecto de la "revolución peruana" empezó a ser desmantelado desde fines de la misma década del 70, que en el contexto latinoamericano coincidía además con la entrada del modus operandi neoliberal (privatizaciones masivas, pérdida de derechos laborales, galopante globalización mediática, flujo transnacional de capitales, deterioro de los estados nacionales). A la vez, en el Perú, se regresaba a la democracia formal con las primeras elecciones libres después de diecisiete años, y se entraba en el remolino de la peor violencia política que había visto el país en el siglo XX: el inicio de las acciones armadas de Sendero Luminoso y la reacción oficial consiguiente, en lo que constituyó una nueva versión de la guerra sucia ya vivida en Chile, Uruguay, Brasil y Argentina. De 1980 a 1992 se experimentó tal angustia en tantos frentes (el económico, el político y, sobre todo, el moral) en el Perú, que sólo ahora se están empezando a ver las dimensiones de la catástrofe, en parte gracias al informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (2003) que señala que hubo cerca de 70,000 desaparecidos y muertos producidos por los grupos guerrilleros y por la respuesta no menos violenta del estado.

Durante esos mismos años se hablaba en las esferas literarias de una "generación del 80". Nada sorprendente, este "tic" de la crítica reconocía al menos la aparición numerosa de poetas mujeres (algunas de ellas con una preocupación central por la temática erótica y corporal); la exacerbación del estilo conversacional hasta los límites de un lenguaje lumpenizado (como en algunos poetas del grupo Kloaka); y la transformación creativa del narrativismo de los 60 y los 70 con ingredientes del rock y de la erudición literaria más borgesina posible. A la vez, se hacían manifiestas algunas de las tendencias más notorias del arte occidental y su crisis de conciencia, al par de los desencantos con los grandes proyectos polítcos y las narrativas de progreso social. Poco después, cuando surgieron otros poetas y grupos, se empezó a hablar hasta de una "generación del 90" y, más recientemente, para seguir con la tradición del sobredimensionamiento periodístico, de una "generación del 2000".

Reformulando el canon

La letra en que nació la pena se propone dar cuenta de lo irrisorio de esta proliferación de "generaciones" y a la vez llamar la atención sobre la terrible incongruencia que es escribir y "nacionalizar" todopoderosamente una poesía escrita en una lengua que es herencia de los conquistadores, más aún cuando no deja de ser visible lo que la historiadora norteamericana Brooke Larson ha calificado de "colonialismo interno", reafirmando la vieja tesis mariateguiana sobre el Perú como un país "no orgánicamente nacional". (No hablemos por ahora de postcolonialidad, pues este concepto no siempre es coherente con la fallida construcción de estados nacionales por los descendientes de los europeos y en contra de los mismos sujetos que sufrieron directamente la peor parte de la dominación colonial, es decir, los grupos indígenas, mestizos y africanos).

Maurizio Medo, en su texto introductorio, por ejemplo, reconoce que existe una comunidad de lenguaje bastante clara entre la "generación del 60" y la "del 70". Considera, por eso, la validez de la propuesta del poeta Antonio Cillóniz (expresada por primera vez en el Segundo Congreso Internacional de Peruanistas en Sevilla, en junio del 2004) de que, si de generaciones se trata, más útil resulta hablar de una "generación del 68" que de dos generaciones que tienen más diferencias de matiz y de decibeles que desavenencias de fondo. Esto deja espacio para la articulación de unidades mayores basadas en el común tratamiento del lenguaje (por lo general conversacional) y en las expectativas ideológicas modernizantes (esperanzas de un estado nacional, simpatía por el socialismo, confianza en la historia progresiva, por último). A la vez, entre los más jóvenes, se derrumba la pretensión hipertrofiada de crear tres generaciones en veinte años (del 80 al 2000), para insistir más bien en el rasgo común que se inicia claramente en el año emblemático de 1980: la dispersión de lenguajes (como ya han señalado en sendos artículos Luis Fernando Chueca y Eduardo Chirinos), el descentramiento de los sujetos de escritura, el desmembramiento esquizoide de las voces hablantes "nacionales". Y esto incluso sin considerar lo que ya se hace imposible de negar: la supervivencia y fortalecimiento de un circuito de escritura en lenguas indígenas (principalmente en quechua) y de las múltiples oralidades que ejercen creativamente sus propios patrones estéticos.

Por su lado, Raúl Zurita se pregunta "¿existe algo como la poesía de un país?". Y nada más cierto, pues la antología pretende encontrar una comunidad de sentido a la producción peruana más allá del simple accidente de haber nacido sus autores dentro del territorio peruano. La respuesta que Zurita ofrece no puede ser más convincente: "si existe lo que hoy llamamos poesía peruana -afirma- es únicamente porque a ella le tocó reiterar un modo de la tragedia, ser en sí esa tragedia y mostrarnos como ninguna otra en estos territorios, la historia de una imposición y las marcas incanceladas de su violencia". Es decir, la tragedia de la historia peruana, una y otra vez repetida desde la masacre de Cajamarca en 1532, representada en el no-diálogo entre el Padre Valverde y el Inca Atahualpa, y desde la ejecución de Túpac Amaru I en 1572, al que le leían las razones para su ejecución sin que pudiera entenderlas por estar en un idioma extraño, hasta las miles de muertes ocurridas a fines del siglo XX, sea por violencia directa o por violencia estructural. Esta tragedia aparece una y otra vez en una poesía que no deja de bajar "las gradas del alfabeto / hasta la letra en que nació la pena", como decía Vallejo. El "modo de la tragedia" que se da en el Perú es peculiar de esta poesía, sin que eso signifique, naturalmente, que no haya tragedias igualmente dolorosas en otros contextos latinoamericanos.

Si bien siempre pueden discutirse algunos pocos nombres que quizá no representan mejor que otros no incluidos el sentido de esa tragedia (se extraña, por ejemplo, la presencia de Eduardo Chirinos y de más voces jóvenes, frescas, como las de Montserrat Álvarez y Victoria Guerrero), esta muestra de poesía peruana es un termómetro valioso de las tensiones de una sociedad lacerada y, a la vez, un cuestionamiento serio, desde la conciencia crítica de dos voces poéticas señeras, de un canon adormecido y urgentemente necesitado de reformulación. En tal sentido, la selección funciona a manera de canto colectivo y no necesariamente armónico de esa tragedia que es la vida peruana, al menos para el 90 por ciento de sus habitantes. Imposible descansar en una sola voz el peso incontenible de una historia que se repite, pero cada vez de manera más exagerada, incluso en sus manifestaciones discursivas. No sorprende, por ello, que haya habido reacciones viscerales de parte de algunos de los excluidos, como suele pasar cada vez que aparece una antología. Se cuenta, incluso, del llanto público de una no tan joven poeta neo-neoyorquina ante su ausencia en el radar de Medo y Zurita, y de las cartas del nórdico marido de otra poeta excluida acusando a uno de los antologadores de no tener papel alguno en la empresa. No hablemos ya de los subproductos del "montesinismo" en la cultura peruana vía internet en manos de algunos periodistas de clara vocación policial. Todos estos son síntomas de los años de deterioro moral del fujimorismo y del ascenso pírrico de algunos ex escritores de izquierda al aparato ideológico de justificación de la violencia oficial. En tal sentido, las tensiones que la antología recoge se expanden hasta el terreno de la recepción y la reacción en la lucha por el protagonismo institucional, cada vez menos dependiente de los monólogos autoritarios y sus defensores.

Para hablar de poesía peruana, entonces, nada mejor que mirar las últimas propuestas, como la de esta muestra, y bajar las gradas del alfabeto, a pesar del riesgo de caer en el abismo o recibir las pedradas, tan comunes, de la local complacencia. La letra en que nació la pena, sin ser perfecta, es un importante paso adelante en el cuestionamiento de los viejos esquemas clasificatorios de una crítica a la que, a todas luces, le hace una "falta sin fondo" (siguiendo con Vallejo) la urgente y siempre incómoda incorporación de la mirada y la imaginación poética para ponerse al día con esa misma poesía que le sirve de objeto de estudio. Sirvan estas líneas, pues, para provocar aun mayores ansiedades.


2) Réplica de Mariela Dreyfus a la reseña anterior. Apareció en el suplemento Identidades, del diario oficial El Peruano, una semana después, el 14 de marzo del 2005:

Poesía peruana actual: ni etiquetas ni guetos   

 Por Mariela Dreyfus

[N. de R.:] El análisis de la poesía peruana actual, emprendido por el crítico José Antonio Mazzotti en el número anterior de Identidades, exige según el presente artículo una rectificación. Se trata, como advertimos ya en el número pasado, de un campo de análisis difícil y que se confunde, agregamos hoy, con elementos de carácter personal, en donde los protagonistas son muchas veces jueces y parte.

El pasado lunes 7, en esta misma sección (identidades 80), se publicó el artículo “Poetizar la tragedia: a propósito de una muestra señera”, firmado por José Antonio Mazzotti, en el que se alude a mí con epítetos no sólo ofensivos, sino falsos. El malévolo comentario no menciona directamente mi nombre y, por lo tanto, podría pensarse que se refiere a otra poeta ya que, por si no lo sabe el propio Mazzotti, actualmente residen en Nueva York por lo menos tres escritoras peruanas más, contemporáneas mías, cuyos nombres no viene al caso revelar aquí. Pero demás sé –y no lo escondo– que el motivo de ese comentario es una carta que le escribí recientemente a Maurizio Medo, encargado, junto con el poeta chileno Raúl Zurita, de la antología La lengua en que nació la pena (Lima: El Santo Oficio, 2005). 

Revisando los términos utilizados por Mazzotti para referirse sesgadamente a mí, debo decir que, en primer lugar, el tono de mi carta a Medo no era en absoluto lacrimógeno (no veo, por eso, dónde está el “llanto”); más bien, tenía ese carácter contundente y hasta visceral, con el que hace falta enfrentarse a la necedad ideológica y a la mezquindad intelectual de nuestros días. En su artículo, Mazzotti menciona también que soy una poeta “no tan joven” y me llama, con la típica chacotería que despliegan sus últimos textos periodísticos, “neo neoyorquina”. En cuanto a lo primero, no veo por qué la edad de una persona –hombre o mujer– deba considerarse como un criterio de valor –o disvalor. En este comentario, Mazzotti más bien parece adherir a esa idea, popularmente extendida y de raigambre machista, según la cual, con los años, las mujeres envejecemos, mientras que los hombres apenas “pintan canas” y, eventualmente, ganan en sabiduría, siempre y cuando no terminen convertidos en inefables viejos verdes. La incorrección política y el mal gusto son tan obvios en esta frase, que no voy a extenderme en comentarla.

Lo que sí considero inaceptable es el constante afán de Mazzotti por las etiquetas; como si no le bastara con insistir en llamarnos, como lo hace en diversos artículos y prólogos, “las poetas del cuerpo” o “las poetas eróticas”, el limeñísimo ingenio mazzottiano pretende ahora acuñar un nuevo gentilicio, el de “neo neoyorquina” y endilgármelo a mí. Me pregunto si su próximo paso será, en concordancia con su afán de novedad, utilizar el término de “neo parisino” para referirse, por ejemplo, a Vallejo, Moro y Ribeyro; o el de “neo italiano” para aludir a Eielson. Al respecto, quiero decir que resido en Nueva York desde hace quince años, exactamente un tercio de mi vida, ya que jamás he ocultado mi edad. Allí he sido invitada, en calidad de poeta peruana, a numerosos recitales y ciclos poéticos organizados en prestigiosos centros universitarios como Sarah Lawrence College; Barnard College; Columbia University; New York University; City University of New York (CUNY), así como en otros foros y escenarios, entre ellos, Americas Society, Centro de Cultura Dominicana y PEN Club of New York.

Por eso insisto en que el hecho de haber elegido a Nueva York como mi lugar de residencia, no significa, en absoluto, haberme despojado de mi nacionalidad ni haberme asumido, alguna vez, como neoyorquina. Lo cierto es que, en esta ciudad maravillosamente cosmopolita y multicultural, pertenezco a una comunidad intelectual, la de los escritores latinoamericanos que aquí viven, producen, enseñan, y con los que mantengo, desde siempre, un diálogo abierto, amistoso, incondicional. Sólo para mencionar a algunos, cito a Cecilia Vicuña, de Chile; María Negroni, Susana Reisz, Mercedes Roffé y Lila Zemborain, de Argentina; Carmen Valle, Lourdes Vázquez y Pedro López-Adorno, de Puerto Rico; Sonia Rivera-Valdés y Jacqueline Herranz, de Cuba; Alejandro Varderi, de Venezuela; Eduardo Mitre, de Bolivia; Ernesto Mora, Isaac Goldemberg, Walter Ventosilla y Jorge Ninapayta, del Perú.

Mi objeción a la antología de Medo y Zurita se debió a que entre los poetas considerados, es a todas luces visible la ausencia de varias escritoras importantes, sobre todo considerando que, como afirma Mazzotti, en las últimas décadas es notoria la presencia de las mismas en el panorama nacional. Si, según Mazzotti, el criterio para la selección ha sido incluir a poetas cuya obra refleja y da testimonio de la violencia y la pena de los duros años peruanos de 1970 en adelante, la exclusión de estas autoras se vuelve todavía más tendenciosa o, incluso, flagrante. Digo esto porque tanto “el desmembramiento esquizoide de las voces....” (Medo dixit), como “las marcas incanceladas de la violencia” (Zurita dixit), están claramente presentes y hasta sirven de sustento a los poemarios O un cuchillo esperándome, de Patricia Alba, y Zona Dark, de Montserrat Álvarez, que reflejan, cada uno a su modo, la paranoia y la violencia del diario transcurrir en Lima, ciudad sitiada. Del mismo modo, los conjuntos Cisnes estrangulados, de Victoria Guerrero, y Mariposa negra, de Rocío Silva-Santisteban, dan testimonio de la imposibilidad del amor y de la solidaridad, así como de la dureza que permea no sólo el macrocosmos social de la ciudad, sino los niveles más íntimos de la diaria convivencia y que afecta “al noventa por ciento de los peruanos”.

Mazzotti insiste en leer –y arrinconar– a esta nómina bajo la etiqueta de “las poetas eróticas”, sin reparar en que escribir desde el cuerpo es un acto altamente político, sobre todo cuando dicho leitmotiv sirve, como en el caso de estas autoras, para cuestionar y hasta subvertir, con eficacia y altura poéticas, los roles sexuales y la ideología fuertemente falocéntrica de la sociedad peruana, fenómeno que justamente sirvió para justificar los más terribles abusos a la dignidad y a los cuerpos de incontables mujeres durante los años de la “guerra sucia”. 

Por otra parte, si de las “heterogeneidades asimétricas del quehacer verbal” se trata, pienso de inmediato en tres poemarios cuyo punto de partida es el rescate poético de importantes minorías de nuestra sociedad, históricamente postergadas y víctimas muchas veces directas de la violencia política y de la crisis económica de las últimas tres décadas. Me refiero en primer lugar a Abajo, sobre el cielo, de Roxana Crisólogo, donde vibra ese concierto polifónico de voces de los desposeídos que acordonan la ciudad desde el arenal de San Juan de Miraflores; inmigrantes andinos –o sus hijos– y por lo tanto, usuarios recientes de la lengua impuesta, el español. También está ahí, Chambala era un camino, de Doris Moromisato, crónica poética de una descendiente de inmigrantes japoneses pobres, jornaleros “enganchados” en una hacienda cercana a la señorial Lima; o Lo que no veo en visiones, de Ana Varela Tafur, que nos presenta, desde la perspectiva de lo real maravilloso, el universo, todavía claramente ausente en la literatura canónica del Perú, de las poblaciones mestizas de la región amazónica. 

Mazzotti debe saber, como investigador bien informado que es, que el año pasado fui incluida, precisamente en calidad de poeta peruana residente en Nueva York, en Mujeres mirando al sur. Antología de poetas sudamericanas en USA, a cargo de la escritora y catedrática argentina Zulema Moret (Madrid: Torremozas, 2004). Se trata de una antología sólida, que consta de un prólogo dilucidador y que reúne a un total de diecisiete autoras; las otras dos poetas peruanas incluidas en el volumen, son Victoria Guerrero y Rocío Silva-Santisteban. Como parte del proyecto, Moret incluyó una entrevista de formato libre, en la que las autoras debían elaborar en torno a su trayectoria poética y vital, a partir de una serie de palabras que ella nos entregó, entre otras: nómada, residencia, mujer, lengua, lecturas, memoria, trampa, frontera. Considero que las secciones cuatro y cinco de mi texto, “Pero una palabra tuya”, donde reflexiono respecto a lo que significó vivir mi adolescencia y parte de mi vida adulta como escritora en el Perú, así como el fragmento final, donde trato de explicarme mi tensa e intensa relación con la ciudad de Nueva York, son finalmente mi mejor respuesta, desde la poesía, al sesgado y malevolente comentario de Mazzotti.

PERO UNA PALABRA TUYA

CUATRO

Quiero pararme de la cama, salir de mis quince años, de mis miedos. Rodeada de Camus, de Faulkner, de Varguitas, improviso una fiebre y cierro las cortinas al gris cielo de Lima. Me evado de la escuela me evado de las calles me evado de mí misma: conozco sé presiento que siempre viviré en la frontera.

CINCO

¿Cuánto tiempo se padece un país, su histórica mentira, las trampas que nos tiende la política? Llevo a Lima en la piel, en la tarde cansada donde caen y mueren lentamente los sueños. Nómada de mi ciudad, la recorro y la odio con ternura: plazuelas de su centro donde vuelan palomas o reza una beata o canta un borrachín; húmedos parques o estadios donde los cuerpos verticales se rozan; avenidas del cloro donde los jóvenes gozan o protestan rodeados de ese humo que sigiloso brota tanto así de los porros como de la policía. Brumosas glorietas de Magdalena, puentecito escondido de Barranco, altas veredas de Lince, estrechos callejones de Breña, mar no tan azul de Miraflores: me desvinculo –sólo por hoy–de vuestros nombres, de vuestros círculos de herrumbre y soledad.

SEIS

Tejido de voces tejido de lenguas tejido de cuerpos: atestados en la humedad ardiente del verano llevando un sombrero un abrigo dos guantes contra el azote lacerante del invierno. ¿Qué fue lo que perdí en esta ciudad? Una ambición alta como una torre un deseo insomne y acuciante como un río un amor contundente y sombrío como un puente. Se abren se cierran los vagones el vaho de las veredas me transporta me hieren las anchas avenidas sus más finas vidrieras. Verde glauco los árboles de otoño verde agua la cúpula oxidada verde oscuro el sello de este dólar. Imposible fijar una ciudad que es más bien una isla que es más bien un tinglado: en el neón de Manhattan me pierdo me recupero en la sospecha de mis cuatro conciencias; en la certeza de que allí, en el vértigo puro de su caleidoscopio, puedo otra vez negarme y afirmarme, diluirme hasta permanecer.


3) Contrarréplica de José Antonio Mazzotti al texto anterior de Mariela Dreyfus, en el mismo suplemento Identidades, del diario oficial El Peruano, 14 de marzo del 2005:

Una respuesta 

Por José Antonio Mazzotti

Para que el público sepa de dónde parte la alusión en que la poeta Mariela Dreyfus se autorreconoce en mi artículo sobre la muestra de poesía peruana La letra en que nació la pena, veamos el mensaje que ella le escribió al antologador Maurizio Medo el 3 de febrero último. Allí le cambia el nombre y lo convierte en insulto digno de mejor estómago:

“Apreciado Pedo [sic]:

En tu selección de poetas para la muestra “La lengua [sic] en que nacio la pena” (la pena de tenerte como poeta, la pena de tenerte como antologador), se nota la mano misógina y artera de Mazzotti, siempre presto (Harvard o no Harvard) a rodearse de títeres y a canjear favores a nombre del “machinario” local e internacional (la pena de tener a Zurita en esta empresa). Pero tu olvido voluntario (de ciertos nombres, de ciertas obras) NO NOS BORRA, NO PODRÁ BORRARNOS del escenario poético peruano, ni ahora ni después: Se lo dices de mi parte a Mazzotti? Pero mejor se esperan: ya vienen llegando, ya llegan, nuestras nuevas, maravillosas entregas, todavía MEJORES que todo lo anterior. Contra las aves negras del oscurantismo (o sea, vous). La poesia pura (o sea, nous)”.

Hasta aquí el mensaje de marras. Nótese la obsesión de Dreyfus con “la lengua”, pues la antología se titula La letra en que nació la pena (tomando un verso de Vallejo), no La lengua en que nació la pena. ¿Qué nos revelará esta errata? Mi reseña-ensayo sobre la muestra señala en un momento: “No sorprende, por ello, que haya habido reacciones viscerales de parte de algunos de los excluidos, como suele pasar cada vez que aparece una antología. Se cuenta, incluso, del llanto público de una no tan joven poeta neo-neoyorquina ante su ausencia en el radar de Medo y Zurita”. Las tres líneas de alusión a Dreyfus (cuyo nombre, por evitarle vergüenza, omití) han generado páginas de queja y autoglorificación que la poeta emprende ahora sin cortedad. Si le molesta no ser tan joven y atribuir a los varones en general el “pintar canas” y convertirse en “viejos verdes”, me alegro de no estar en la lista de hombres con los que guarda trato diario. A la vez, el ser “neo-neoyorquina” no es de ninguna manera “chacotería” ni “malevolencia”, es una simple alusión geográfica que no implica abandono de lealtades “nacionales” como parecería preocuparle. Hay cerca de dos millones de peruanos en los EE UU que no se alteran por asumir nuevas identidades y que pueden libremente ser peruanos y “latinos” de forma simultánea.

Felicito a la poeta Dreyfus por su nutrido curriculum vitae y por las múltiples invitaciones que recibe. Quizá por estar demasiado acostumbrada al agasajo, incurre en la diatriba a los antologadores y a este autor (“mano misógina y artera”), en atribuirme a mí una autoría que nunca tuve con la muestra, y en citar mal al admirado Vallejo. Quizá no debí escribir “llanto público”, sino simple ex abrupto androfóbico y esfuerzo incomparable por entrar a mansalva en cuanta reflexión y selección se haga de la poesía peruana. Quizá, en fin, no le bastaron las numerosas páginas que le dedico a ella y a otras cinco poetas peruanas en mi libro Poéticas del flujo, sobre la poesía de los 80, publicado por el Congreso de la República el 2002. Invito al público a leerlo.

José Antonio Mazzotti

DNI 06350301

[El libro al que alude Mazzotti puede descargarse completo a través de este enlace:

Poéticas del flujo: migración y violencia verbales en el Perú de los 80 (2002)

El capítulo sobre las poetas mujeres es el número 2].


4) Otra reseña de José Ignacio Lopez Soria, aparecida en el portal Letras el 4 de diciembre del 2004

La letra en que nació la pena, reseña de José Ignacio López Soria

"Tengo para mí que la poesía peruana recogida en esta muestra, precisamente por dar forma expresiva a las penas consumadas y las búsquedas inconclusas que nos vienen de lo más profundo de nuestra experiencia histórica, consigue decirnos mucho no sólo de nosotros mismos sino de lo humano, porque lo humano -y hay que decirlo en alta voz para lo oigan los predicadores de universalismos y los prometedores de paraísos homogéneos- no se da sino como particularidad, y nuestra particularidad, precisamente por la densidad de sus penas, la opacidad de sus búsquedas y, añado yo, la heterogeneidad de sus lenguajes, expresa como pocas la condición humana".


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