Marco Martos, el maestro, el amigo, el poeta
(Texto leído en la presentación de Castillos en el aire. Antología poética 2013-2019 el jueves 27 de mayo del 2021, desde Boston, EEUU)
José Antonio Mazzotti
Tufts University y Asociación Internacional de Peruanistas
Mi primer recuerdo de Marco Martos no viene del momento en que lo conocí en persona, durante mi primer año como universitario de San Marcos, en setiembre de 1978. Viene de los poemas que leí en el segundo tomo de la Antología de la poesía peruana, que Alberto Escobar había publicado en una colección de la editorial Peisa avalada en 1973 por el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas. Colegial de secundaria como era yo entonces, y ya con una marcada vocación poética, me dediqué a devorar durante aquellos años cuanto libro de poesía cayera en mis manos. Me fascinaban sobre todo aquellos que no formaban parte del currículum escolar. Para entonces, la lista de poetas peruanos apenas llegaba hasta César Vallejo (que fue, hay que reconocerlo, todo un descubrimiento), pasando por Salaverry, Melgar, y hasta Caviedes.
Sin embargo, Vallejo con su “madre España” y su “Dios enfermo” (al menos el Vallejo solemne y depresivo que nos enseñaban; una imagen injusta y recortada del poeta), no entonaba bien con esos tiempos de entusiasmo por las transformaciones sociales que el gobierno del general Velasco Alvarado estaba poniendo en marcha desde 1968. Para el 73, con las reformas agraria, educativa, industrial, la nacionalización del petróleo y el cobre, la movilización masiva del campesinado y la oficialización del quechua, el Perú era un país de esperanzas y optimismo. La poesía, pues, merecía otro lenguaje, más acorde con el ánimo de los tiempos.
Fue así como ese segundo tomo de la antología de Escobar me ofreció la posibilidad de acceder a los poetas que hoy se identifican con la “generación del 60” (término discutible, como veremos), entre los que Marco Martos figuraba al lado de Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza, Javier Heraud, César Calvo y otros. Lo que los unía, más que la edad (nacidos todos a principios de la década de 1940), era que usaban el lenguaje de una manera más desenfadada que sus antecesores, sin esa solemnidad vallejiana que tanto desanima a quienes se llevan esa única impresión de la poesía peruana. Sin tener plena conciencia de ello, el escolar que yo era ya estaba leyendo muestras del “británico modo”, como se ha venido a llamar el estilo conversacional que se afianzó en la poesía peruana escrita en castellano en los 60 y continuó vigente al menos por dos décadas más; en mi caso, décadas fundamentalmente formativas.
Al acabar la secundaria cuatro años más tarde, yo ya tenía claro que quería estudiar literatura. Mis opciones eran obvias: la Católica o San Marcos. Cada uno de sus programas de literatura tenía gente valiosa y a la vez cada institución ofrecía un rostro distinto del Perú. San Marcos era la universidad popular, caótica, llena de gente de provincia, pero con extraordinarios profesores, en su mayoría poetas y narradores ellos mismos. La Católica, privada, era entonces el predio privilegiado de la burguesía peruana, con un aire más prestigioso en las humanidades que la también privada Universidad de Lima que, además, no tenía un programa de literatura. La Católica ofrecía, al igual que San Marcos, un excelente programa, aunque más orientado hacia la lingüística y el estructuralismo. Albergaba sobre todo a estudiantes de la clase media y la burguesía. San Marcos, en cambio, tenía una infinidad de espectros sociales. Decidí postular a las dos y estudiar en las dos al mismo tiempo, pues no quería tener una visión parcial ni del país ni de la literatura.
Antes de ingresar a ambas universidades en 1978 ya sabía con quiénes iría a estudiar. La ventaja para mí era también que ambas se encontraban a poca distancia, de modo que podía caminar de una a otra sin mayor problema y en poco tiempo, apenas unos quince minutos por la Avenida Riva Agüero, antes de que tuviera veredas.
Iba por las mañanas a mis clases de San Marcos y en las tardes a Estudios Generales de Letras en la Católica. En ese momento, San Marcos permitía el ingreso directo a la facultad, es decir, podíamos matricularnos sin mayor trámite en los cursos de la carrera, por lo que empecé con cuatro o cinco materias de literatura cada semestre desde el principio.
La entrada a la Facultad de Letras de la Universidad de San Marcos
En uno de esos cursos (literatura española) de mi primer año conocí a Marco Martos. No hablaré de su gigantesca erudición literaria, que hacía de cada de una de sus clases una alforja de conocimientos y sensaciones, ya que su manejo crítico de la poesía era agudo y a la vez artístico. Y siempre conservando un refrescante sentido del humor.
Como poeta circulaba con éxito su poema “Naranjita”, uno de los antologados por Escobar, que venía de su libro Donde no se ama (1974): “Mientras algo se va ajando,/ una voz cascada/ recuerda los mejores años,/ los paseos en bote en la laguna de la Cabaña”. Ese fraseo familiar, sencillo, con referencia a la realidad urbana a través de imágenes que evocaban una experiencia visual, estaba al mismo tiempo asentado en la mejor tradición del verso español, de ritmos pausados en este caso, pero también con marcas explícitas de un entusiasmo político en esos años muy presente: “Mira cómo baila el gordo Manuel,/ mira cómo quema el gordo Oswaldo,/ mira cómo quema mis pobres poemas;/ no te duermas, naranjita, no te duermas,/ mírala qué linda viene mírala qué linda va/ la revolución cubana que no da un paso atrás,/ y si pasas por palacio y si ves al cardenal,/ me le dices que hoy no ponga bomba,/ porque si lo cogemo, lo vamo a fusilá”.
Hasta se puede ver un intento de imitar la oralidad popular para representar voces protagonistas del proceso histórico revolucionario. Marco, sin embargo, es un poeta eminentemente lírico. Publicó en 1979 Carpe diem, que contiene este poema que sacudió a todos los que seguíamos sus clases:
Correspondencias
Mientras el cuerpo se descompone,
Se mantiene, pero se descompone,
El corazón, esa bombita hermosa, se descompone,
Y mientras se descompone el corazón,
Por instinto simple de supervivencia
Se va tornando piedra y no se descompone.
De este modo, entre las muchas piedras que guardo
Y que recogí con Rocío en la playa,
La más piedra de todas es la que se descompone,
La que llevo a todas partes mientras viva
Y que tal vez me fue dada por mis padres
Cuando tuvieron a bien quererse.
Y se descompone y no se descompone.
Era evidente que teníamos como profesor a un notable poeta, con un magistral manejo del fraseo y de la gradación de las imágenes, es decir, del ritmo interior. A la vez, era un poeta que sabía expresar con palabras cotidianas experiencias profundas y a la vez comunes, que podíamos fácilmente compartir y con las cuales sentirnos identificados, pues ¿quién no se ha enamorado alguna vez y sentido que el corazón se descompone?.
Coincidíamos muchas veces en conversaciones fuera de San Marcos entre cervezas con Toño Cisneros o éramos, como estudiantes, invitados a algunas de las fiestas que hacía en su casa de la urbanización La Capullana, muy cerca de las moradas de Alfonso Barrantes Lingán y Alberto Flores Galindo, y a unas cuantas manzanas de la casa de Antonio Cornejo Polar, en el Óvalo de Higuereta.
A este lujo de profesorado se sumaban los nombres de Wáshington Delgado, Carlos Germán Belli, Raúl Bueno, Paco Bendezú, José Ignacio López Soria, Desiderio Blanco, Tomás Escajadillo, Edgardo Rivera Martínez, Carmen Luz Bejarano, Esther Castañeda, Hildebrando Pérez Grande, José Morales Saravia, Antonio González Montes, Luis Fernando Vidal, Vicente Azar (pseudónimo poético de José Alvarado Sánchez), Eduardo Hopkins, Manuel Velázquez Rojas y otros más. Tampoco olvidemos los seminarios cortos que Cornejo Polar organizaba, trayendo a figuras de la talla de Ángel Rama, Antonio Cándido y Nelson Osorio.
El poeta Marco Martos
Aparte de su poesía, que ya llega a la impresionante suma de más veinte libros, Marco Martos también ha contribuido mucho al conocimiento de nuestra literatura con sus estudios sobre César Vallejo, convirtiéndose en uno de los críticos más reconocidos de la obra del gigante de Santiago de Chuco. Por añadidura, durante sus dos presidencias de la Academia Peruana de la Lengua, ha forjado una línea institucional y creado una nutrida red de investigadores a través de congresos y publicaciones de apreciable intensidad.
Como varios poetas de su generación, Marco viene de la provincia, específicamente de la soleada Piura. Otros casos de intelectuales de la generación del 60 (que habría que llamar, junto con la del 70, una sola generación del 68, como proponía Alberto Flores Galindo) también son migrantes: Julio Ortega, por ejemplo, es de Casma; Rodolfo Hinostroza era de Huaraz; Juan Ramírez Ruiz, de Chiclayo; Enrique Verástegui, de Cañete; José Watanabe, de Laredo; Manuel Morales, de Iquitos; y hasta hay uno, Mirko Lauer, nacido en la entonces Checoslovaquia. Este dato es pertinente porque Marco Martos viene a formar parte de una valiosa tradición de escritores de provincia (como otros dos, los más grandes, Vallejo y Arguedas, que también eran de provincia, lo mismo que Mario Vargas Llosa –arequipeño– y Eduardo González Viaña –chepenano–, a los que hay que agregar los nombres no menos importantes de Ciro Alegría, Abraham Valdelomar, Carlos Oquendo de Amat y muchos más).
Volviendo a la poesía de Marco Martos, quiero cerrar esta presentación comentando el libro que nos convoca. Se trata de una selección tanto impresa como sonora de los nueve volúmenes que Marco ha publicado entre el 2013 y el 2019, desde Vespertilio hasta La novia del viento y un adelanto del próximo Mar del Perú. Los poemas pueden oírse leídos por su autor accediendo a un enlace en la plataforma Spotify, lo cual otorga a esta publicación de la colección Garamond de Editorial Milojas un carácter único y novedoso.
Como dice Marco en su explicación sobre el origen de cada uno de estos libros, él ha publicado uno por año en promedio, y a veces hasta dos, lo cual nos hace rabiar de envidia a los demás poetas. En todos esos conjuntos destaca la calidad de la expresión sin excesos ni cortedades. Es obvio que el poeta está en plena posesión de su lenguaje y lo despliega sin ahorrarse la vasta cultura que como lector y maestro lo acompaña y se amplía desde hace décadas. Pero lo más importante es que toda esta producción está guiada por una clara conciencia de lo que significa hacer poesía bajo cualquier circunstancia. Lo dice en la breve nota que antecede al conjunto de Castillos en el aire y que me sirve muy bien para sintetizar lo que es este libro. Cito del poeta:
“En una ocasión –cuenta Marco Martos–, hace muchos años, escuché, en los pasillos de la Universidad de San Marcos, a una dama que le decía a una agraciada muchacha: 'Un joven como él, que escribe poesía, solo te ofrecerá castillos en el aire'. La frase quedó en mi memoria para siempre, hermanando la poesía con los castillos en el aire. Las palabras, que se las lleva el aire, según dicen, no son realidad tangible, pero sirven para nombrarla, para señalar las esencias. Y eso es finalmente la poesía, la esencia del lenguaje”.
Pues hay mucha esencia en este libro, y ojalá que su fragancia perfume el clima caótico y terrible que se vive no solo en el Perú, sino en todo el mundo, donde la muerte acecha en cada esquina. Estos poemas son, página a página, una cachetada a la muerte, y nos llenan con la esperanza de que los castillos en el aire sirvan para construir, palabra por palabra, un mundo mejor.
Muchas gracias.
Boston, 27 de mayo del 2021.
Tres poemas de Castillos en el aire
Elogio de la poesía
Bernart de Ventadorn
escribió a su señora de carne y hueso
en el santo provenzal de otros siglos,
palabras parecidas a estas que traduzco
como puedo, en español cojitranco
de mi magín:
Dama, la más gentil
de todas las nacidas,
y la mejor que nunca vi,
con las manos juntas
me inclino ante ti,
de rodillas y de pie,
en tu noble señorío.
Y eso mismo digo de ti, inmaterial
y verdadera, señora de mi vida,
Poesía que anhelo y adoro cada día.
(de Vespertilio, 2013)
Los bosques y las ciudades
Tú estás en el límite del bosque, bajo los árboles frondosos,
fuera están los terrenos áridos, la planicie del sufrimiento.
Hay insectos que van por las rajaduras de la tierra dura
que tienen las antiguas huellas de las lluvias del verano.
Cómo viven sin agua casi, te preguntas, me pregunto,
y las voces de los espíritus te responden en los sueños,
como lo han hecho los humanos en los días más difíciles,
como lo hizo tu madre cuando te trajo al mundo
en un riachuelo que desapareció en la estación seca,
y siguió sola por el mundo mientras criaba a seis hijos,
y tu padre viajaba por los pueblos enseñando
a los niños a leer en dos idiomas y apenas ganaba
dinero para sobrevivir él solo entre las palmeras.
Carga pesada es la que llevas por el mundo,
la que llevó tu madre por tantos años,
la de tu padre con su blanco sombrero,
La de nosotros, que somos tus hijos,
y nos toca ir y venir de la selva a las ciudades,
donde hombres y mujeres que se nos parecen tanto,
luchan cada día, como los insectos sin agua
en los terrenos áridos, en las planicies del sufrimiento.
(de El espíritu de los ríos, 2017)
El enigma de Thánatos
Vuelve a la tierra el cuerpo inhumado,
en telas modesta y ajadas
o en traje de colores insolentes,
cajón de cedro o de madera deleznable.
Busca la quietud de lo acabado,
quiere ser su propia esencia.
El polvo de lo vivido, sereno,
el silencio absoluto de lo finado.
Ocurre en el imperio micénico
o en el pulular de una urbe moderna,
la búsqueda del orden en el cementerio
después del desorden alborotado.
¡Cada quien desea encontrar a sus muertos!
y vienen las turbulencias aciagas,
las aguas del dicterio, los sismos del espanto.
¡Nada queda de lo enterrado!
Tal vez sea mejor quemar los infortunios,
hacerlos humus o ceniza que van
con los vientos, por los mares y los ríos.
Igual, absolutamente igual, es la desdicha:
desciendo a la caverna hecho añicos,
“el infierno son los otros”, sépanlo,
es la nada, el cúmulo del cúmulo del enigma,
o la pálida luz del fin del mundo.
(de El piano negro, 2018)