"Sabiduría, arte, y compromiso ético y estético con América"
por Antonio González Montes
Eduardo González Viaña. El largo camino de Castilla. Lima, Fondo Editorial de la Universidad César Vallejo, 1ª. Edición, 2020, 473 pp.
Narrador peruano Eduardo González Viaña
En el marco del Bicentenario de la Independencia (1821-2021), Eduardo González Viaña, destacado e infatigable escritor de la promoción peruana de los sesenta del siglo XX, ha publicado su novela El largo camino de Castilla, alusiva a la figura histórica de Ramón Castilla (1797-1867), presidente del Perú durante dos periodos y protagonista de la política nacional hasta el final de su vida. González Viaña, comprometido, literaria e ideológicamente, con el tema de la migración del sur hacia el norte del continente, ha agregado a su significativa producción novelesca una obra en la que emplea dos componentes que ha conjugado con éxito en anteriores libros suyos. El primero es el del personaje, el cual, como en Vallejo en los infiernos (2009), procede del mundo real peruano, pero no es un poeta como el autor de Poemas humanos, sino el aún recordado Mariscal Ramón Castilla, presidente del Perú durante dos o más periodos, en la segunda mitad del siglo XIX. En el imaginario nacional se le califica como “el mejor presidente que hemos tenido”. El segundo componente, tan valioso como el primero, es el gran tópico del viaje, que se advierte en el título mismo de la obra que reseñamos. Ya lo había destacado en novelas en las que la ruta de la migración masiva hacia los Estados Unidos de Norteamérica, aparece en varias obras: El corrido de Dante (2006), El camino de Santiago (2017), La frontera del Paraíso (2018). Algunos de sus volúmenes de cuentos inciden también en el tópico de la migración: Siete noches en California y otras noches más (2018), Hablar con la santa muerte (2013).
Siendo la narrativa latinoamericana de la segunda mitad del siglo pasado y de estas dos décadas del presente de tanta proyección y totalizadora, cabe calificar a El largo camino de Castilla como una vasta y abarcadora ficción de múltiple significación artística e histórica. Sin duda, mantiene puntos de encuentro con la novela histórica (por la estatura temporal del protagonista), a la vez que dialoga con los denominados relatos de aprendizaje. Y si la comparamos, por ejemplo, con El general y su laberinto (1986), de Gabriel García Márquez, veremos que se perciben ciertas semejanzas y diferencias. Los protagonistas de las respectivas historias son dos militares exitosos que han dejado huella en la memoria colectiva por su participación destacada en las gestas de la Independencia; aunque en ese aspecto, Simón Bolívar sobresale como Libertador de cinco países, mientras que Ramón Castilla solo es llamado libertador en el Perú, por haber abolido la esclavitud y el tributo indígena. Pero los viajes que realizan uno y otro a lo largo de los recorridos narrativos son opuestos. García Márquez, con documentación exhaustiva e imaginación novelesca, sigue el último periplo que realiza Bolívar un poco antes de morir, luego de haber surcado las aguas del río Magdalena. Igualmente, González Viaña conoce a fondo la vida de su personaje (cita sus referencias principales), pero su estrategia narrativa consiste en alterar la cronología, para detallar el viaje más importante y prolongado del héroe novelesco (en plena juventud), en la segunda de las tres partes que componen el extenso volumen de la más reciente obra del autor peruano, la cual incluye seis útiles anexos.
La alteración cronológica antes citada es radical y se presenta gráficamente de este modo sugerente: antes de iniciar el despliegue de la trama en cada una de las tres partes que integran la novela, se incluyen dos páginas de color negro y sobre una o dos ellas se han impreso con letra en blanco dos textos, que anteceden al inicio de los capítulos numerados en los que se explaya el narrador, siguiendo a este Odiseo peruano que busca su patria. Es pertinente referirse al rol de los textos previos: el primero pertenece al novelista y está escrito en letra arial, mientras que el segundo emplea la cursiva y es una cita de algún historiador, cuyo nombre figura debajo de las líneas. En cuanto a los contenidos de aquellos (de la Primera Parte), ambos se refieren a la muerte, pero con matices distintos: el primero, atribuible al autor, dice textualmente: “Sobre el caballo ha muerto Ramón Castilla, pero no ha muerto (Provincia de Tarapacá, 30 de mayo de 1867). Sus soldados deciden que esté vivo para siempre. Mientras se acostumbra a la muerte, Castilla rememora”. A su vez, el conocido historiador Rubén Vargas Ugarte se detiene en las últimas horas de vida del Mariscal y en el rumbo final que, en compañía de sus tropas, tomó hacia Tiviliche, donde “lo estaba esperando la muerte”. En suma, estos dos textos aluden a un mismo hecho central, pero desde diferentes perspectivas. El primero es válido en la ficción literaria y afirma que Castilla “ha muerto… Pero no ha muerto”. El texto histórico no es contradictorio y, a lo sumo, ubica al héroe en camino a Tiviliche y valiéndose del recurso de la personificación le atribuye a la muerte la actitud de esperar a su víctima.
De inmediato, el Capítulo 1, “La segunda muerte de Ramón Castilla”, muestra la impactante escena inicial, en la que el narrador omnisciente describe a su protagonista: “Los ojos cerrados y la cabeza inclinada, Ramón Castilla era ya un difunto, pero su caballo continuaba trotando”. Antes de esta sorpresa, todo estaba normal: el mariscal marchaba delante y sus soldados lo seguían a cierta distancia, tal como él lo había ordenado, aunque dirigía la ruta con la cabeza gacha. Recién en esa encrucijada de caminos, cuando el “Colorado” esperaba la orden de su jinete para continuar por alguna ruta y sus soldados también, pudieron comprobar que el líder había entregado su alma. Solo les quedó someterlo a los rituales de la muerte; un chamán constató su deceso y lo preparó para que Castilla pudiera sobrellevar el tránsito de la vida y la muerte. Después no les quedó sino regresarlo a San Lorenzo de Tarapacá donde había nacido. Ya no tenía sentido enfrentar a Mariano Ignacio Prado, el presidente en ejercicio.
En estos dieciséis capítulos, mediante el empleo constante de la analepsis, se resume la intensa actividad política insurrecta del militar aún con vida, después de dejar del cargo y de estar preocupado por los rumbos preocupantes que tomaba su país y por el cual él había luchado desde que renunció al ejército español y asumió su identidad patriótica. Además, el narrador rescata del pasado otro curioso episodio del personaje: nos hace saber que Castilla ganó en un juego al “Colorado”, el caballo que lo acompañó en el momento de su muerte; según versiones, Castilla era un gran jugador y había ganado la apuesta a su dueño, el cura Jacobo Marroquín, nada menos que en la casa de Ricardo Palma, quien ofreció no decir nada al respecto, aunque en sus Tradiciones peruanas sí lo tuvo de protagonista en varias de sus memorables narraciones. Pasó algún tiempo y llegado el funesto 30 de mayo, y el fiel equino que lo cargaba sintió que don Ramón no elegía ninguna encrucijada de un camino; entonces comprobó que el “jinete” que estaba sobre él ya no estaba sobre él”. Dada esta dura circunstancia (la muerte del héroe), a sus seguidores no les quedó sino volver con su ilustre difunto a Tarapacá.
Pese a haberse quedado sin líder, los seguidores de Castilla, considerando diversos factores (la enorme distancia entre Lima y Tarapacá, las dificultades de la comunicación por telégrafo), trataron, mediante el propio uso del telégrafo, de confundir a la gente de Lima, en especial a quienes temían a Castilla, entre quienes estaba, en primer lugar Manuel Ignacio Prado, de triste recordación en los años posteriores a la guerra con Chile (fecha en la que huyó a Europa y no volvió con los armas que había ofrecido). También se retoma, en esta rápida y cambiante visión de la primera parte, luego de la muerte del héroe, su preparación para el viaje eterno. Conversaron acerca de diversos rituales de la vida y de la muerte; su cuerpo muerto fue maquillado por expertos personajes, en el especial el “yatiri”, curandero y adivinador, que se comprometió librar al difunto del deterioro al cuerpo. Y así fue. No solo lo arregló físicamente, sino que le contó canciones en aymara. Además de ese recuerdo, y en función del desarrollo de la extensa novela, se produce un nuevo desplazamiento temporal al pasado, desde el día 30 de mayo de 1867 (día de la muerte de Castilla) hasta 1812 (año en que los jóvenes hermanos Castilla, Leandro y Ramón, se enrolan en el ejército español). Con sus arreos de soldados realistas se enfrentan y ganan a los patriotas sureños y por el triunfo alcanzado les dieron sus despachos de cadetes. Allí comenzó la relación de Ramón con la caballería. Estos datos ayudan a descifrar aquel enigmático título del Capítulo 1, “La segunda muerte de Castilla”. El narrador, al terminar el Capítulo 2, dice que “El Mariscal Ramón Castilla falleció sobre el caballo el 30 de mayo de 1867, pero ya tenía experiencia en morir en combate. La primera vez fue en la batalla de Ayacucho el 9 de diciembre de 1824 donde recibió una herida de necesidad mortal”.
En la página previa a la Segunda parte (tinta blanca sobre hoja negra) se presenta una síntesis de lo que vivirá y viajará Castilla desde el año en que decide ser soldado del ejército realista hasta la fecha en que renuncia a ello y elige su verdadera patria. Es pertinente citar este fragmento, germen de la Segunda parte, la más extensa de la novela, formada por cuarentiséis capítulos. Dice el autor: “Al lado de los españoles, el cadete Ramón Castilla es derrotado en la batalla de Chacabuco (12 de febrero de 1817). Como prisionero de guerra caminará desde Chile hasta Buenos Aires. Vivirá allí un año, conocerá a Isabel de Pueyrredón, pero el deber lo hará escapar hasta Río de Janeiro. Desde allí va a atravesar la Amazonía a pie para llegar hasta Lima. Los ríos, las montañas y los espejismos lo acompañan. Tendrá que decidir entre España o América para saber cuál es su verdadera patria”. Igual que en la Primera Parte, el segundo párrafo también pertenece al historiador Mariano Paz Soldán y repite casi la misma información, con el detalle de que agrega el nombre de Fernando Cacho, Brigadier de Artillería del ejército realista y con cuya compañía Castilla viajó desde Río de Janeiro hasta Lima, en un recorrido de miles de kilómetros y de sorpresas para ambos.
Nos detendremos en unos pocos hitos de aquel “largo camino” que llevó, finalmente, a Ramón Castilla a descubrir su patria. Y, a propósito de ese objetivo, fue Isabel de Pueyrredón, a quien el futuro presidente conoció en Buenos Aires, una de las primeras personas en plantearle el crucial dilema de la identidad propia. Fue en respuesta a la idea de Castilla de que “La independencia de América Latina es una utopía. A la larga, todos somos y queremos seguir siendo españoles”. Isabel le contestó: “–Ramón, convéncete: nosotros hemos nacido en esta tierra y esta tierra no es España. Es tiempo de que nos separemos de ella” (p. 140).
La estancia de Castilla en Buenos Aires había sido muy grata, en especial por la presencia de Isabel de Pueyrredón, quien le pidió que se quede y funde familia, como varios de sus compañeros lo habían hecho. Pero en ese momento aún valía más, según el parecer de Castilla, la fidelidad al rey español y al ejército realista. Por ello, todos sus esfuerzos se encaminaron a tratar de llegar a Río de Janeiro, a fin de emprender desde allí el retorno al Perú y luego reincorporarse a las filas realistas. Antes de iniciar el más extenso recorrido, Castilla visitó en Río al conde de Casa Flores, jefe de la misión española, con el fin de que lo apoye a reintegrarse al ejército real en el remoto Perú.
En el capítulo 20 de la Segunda parte (de gran importancia) se agudiza el conflicto: el joven cadete peruano insiste en el proyecto de perseverar en el viaje, mientras que el diplomático se encarga de recordarle al leal súbdito que él no es español de nacimiento y “ellos (los patriotas) están ganando la guerra”. Solo atina a presentarle a “otro oficial español, el teniente coronel Fernando Cacho”, quien también ha pedido ayuda para regresar a su ejército, pero el funcionario no está seguro de poder hacerlo. Castilla manifiesta conocer al oficial, porque ambos perdieron en Chacabuco y luego se vieron en Buenos Aires.
Tampoco las dificultades que deducen a través de los mapas y los relatos que hablan de espacios, de gentes y de animales increíbles logran convencer al entonces oficial realista de lo difícil que resulta cruzar la inmensa y desconocida Amazonía, que “era la ruta más directa para llegar al Perú, pero solo en los mapas. Región infernal. No existían ni siquiera senderos. Los bosques eran impenetrables”. Y de los animales y de los seres humanos que habitaban por allí, nada se sabía con certeza, pues en los mapas que revisaban solo aparecían “imágenes que dibujaron algunos viajeros fantasiosos”.
Como para terminar de desanimarlo, el diplomático le dijo: “–Ya le he hablado de los mitos que corren acerca de la Amazonía, pero hay algo más grave, señor Castilla. Es el bosque más inmenso del planeta. Pocas personas se han aventurado a explorarlo. Recuerde que va a tener caminar desde el Atlántico hasta el Pacífico. ¿Está usted seguro?”. El interrogado no vaciló al decir: “Yo he cruzado el continente a pie una vez. Lo hice como prisionero de guerra desde Chacabuco hasta Buenos Aires” (p. 154).
Y, en efecto, el breve Capítulo 21 presenta un documento extraordinario en relación con las hazañas que están próximos a iniciar los dos jóvenes oficiales que cruzarán el continente, de canto a canto, para retornar a su real ejército. Sin embargo, Castilla había nacido en el Perú, mientras que Fernando Cacho era natural de España (La Coruña). Una prueba de ello es que en la novela se incluye un fragmento del documento suscrito por el oficial hispano, el cual dice “Ytinerario de un viaje / por tierra desde el Río Jane /yro hasta Lima (Perú). / Por don Fernando Cacho / Teniente Coronel al servicio de España / Año 1818" (pp. 35-41).
Para dar fe de lo transcrito, debajo de estas líneas el narrador anota: “Este texto es el diario de bitácora del Teniente Coronel Fernando Cacho. Ha sido tomada de la copia manuscrita existente en el British Museum y publicada por Félix Denegri, de la Academia Nacional de Historia”. Después de estos datos se incluyen algunas páginas del diario de bitácora, en las que el oficial realiza una descripción detallada y variada de la “ciudad del Reyno de Janeiro capital de la Capitanía General de su nombre en el Brasil y actualmente Corte de S.M.F”.
Desde el Capítulo 22, “El bandeirante”, hasta casi el final de la extensa novela, se narra el memorable viaje de Castilla y de Cacho, desde un extremo del continente (el Océano Atlántico) hasta el otro (Océano Pacífico), periplo en el cual emplearon varios meses y lograron el objetivo de ponerse al servicio del rey, aunque este “largo camino” terminó por abrir los ojos del oficial tarapaqueño a la visión de su patria, renunció al rey y al ejército españoles y reorientó sus objetivos militares y políticos, hasta llegar, años después, a la presidencia de la República, pero fiel a su espíritu guerrero no concluyó su vida sino con su muerte.
Empero, la parte menos conocida y la más sorprendente de la existencia de Castilla son estos pocos años (entre 1818 y 1822) en los que consiguió encontrar su patria, a través de un recorrido por la desconocida Amazonía. El narrador nos lleva a los lectores por una infinidad de lugares ignotos que nos hacen evocar obras como Los pasos perdidos (1953), de Alejo Carpentier o La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera. Pero antes de ingresar al corazón de la selva y penetrar en sus inexplorados misterios, estando aún Cacho y Castilla en Río de Janeiro, se encuentran con un personaje también característico de aquella época y del tipo de sociedad en que coexistían sus diversos integrantes. Es un bandeirante (“pirata de tierra”) y será un personaje clave en la travesía de los dos jóvenes. Los ve en la calle y los llama y como ambos no contestan porque se consideran desconocidos, él mismo se acerca para dialogar con ellos del viaje y espera poder dialogar y llegar a algunos acuerdos con los viajeros (pp. 159-162). Ese ser temido por muchos es un elemento clave en la economía esclavista de esa zona, en la que se borran las fronteras de los imperios, y en cambio reinan seres desalmados que se dedican a “cazar esclavos”.
Con su pericia para crear escenas e inventar diálogos ágiles y persuasivos, González Viaña hace avanzar la trama, describe magistralmente los paisajes increíbles que recorren los viajeros y se detiene en situaciones que enriquecen el interés por descubrir un mundo nuevo que hasta hoy permanece ignorado y que no ha cambiado mucho desde hace casi dos siglos. Seres cínicos y crueles como el “bandeirante” Ewan Mc Weigth adquieren un protagonismo, no solo por su ferocidad, sino también por su ideología colonialista y la visión profunda de la Amazonía que ha logrado adquirir. Según él “la floresta está viva y es la madre de este mundo. Los imperios que han nacido en el resto del continente siempre han recibido su influencia”. Esta idea acerca de la preeminencia de la Amazonía y de su rol central en el continente demuestra la intertextualidad entre El largo camino de Castilla, de González Viaña y Las tres mitades de Ino Moxo y otros brujos de la Amazonía (1981), de César Calvo.
El “bandeirante” es uno de los personajes importantes en la ficción y reaparece ante los dos viajeros. Sin parpadear afirma que “los blancos tenemos que hacer desaparecer todo lo que antes de nosotros ha existido. Que no quede ninguno de estos salvajes. Que no quede su recuerdo. Que todos ellos se vayan a lo que no existe”. Y al seguir su ruta los dos viajeros tienen ocasión de presenciar horrendos crímenes contra los naturales selváticos y negros que han sido llevados por los “bandeirantes” hasta esos lejanos lugares para ser explotados de todas las formas, incluida la prostitución.
Siempre ayudados por los mapas que traen desde Río, urgidos por su deseo de volver al Perú, y guiados por su buena estrella, a Ramón y Fernando les fue dado conocer algunos parajes donde se vivía en convivencia pacífica. Tal es el caso de las misiones jesuitas que habían establecido comunidades en ciertas zonas de la Amazonía. Estos experimentos comunitarios de una evangelización de acuerdo con los principios cristianos eran constantemente atacados e incendiados por los “bandeirantes”, brazos armados del colonialismo impuesto por las potencias imperiales.
También les cupo en suerte a los jóvenes viajeros encontrarse con Fray Lucas, un sacerdote a quien se atribuían muchas virtudes, entre ellas la de resucitar, y esa facultad la había aprendido de su contacto con los chamanes que vivían allí y enseñaban. Por eso es que pudo curar a Fernando Cacho, que fue herido mortalmente y parecía haber perdido la vida. Fray Lucas explicó que “Fernando no había muerto, pero que su alma estaba salida de él y dando vueltas”. Mediante ciertos ritos consiguió que el oficial español volviera a la vida, y de ese modo, Castilla siguió, con su inseparable compañero, la crucial ruta dedicada no solo a conocer los inmensos territorios amazónicos, sino sobre todo a saber cuál era su patria. Antes de seguir, conversaron con Fray Lucas, de quien se decía que “había nacido en el Perú, exactamente en el Cusco… que era un criollo seguidor de Túpac Amaru y que, ejecutado su líder, había tenido que escapar hacia la Amazonía. Este singular Fray es otro de los inolvidables de González Viaña, (plena también de guiños sutiles a sus lectores de hoy). Lucas, por ejemplo, sabe la pregunta que corroe el alma de Castilla y le alcanza la respuesta. Le indica que tome ayahuasca y le dice: “allí verás quién eres de veras y quién habrás de ser”.
Pese a esta frase dicha por este Fray que lo sabe todo y pese a las dudas propias de Cacho, surgidas a partir de lo que ha sufrido, Castilla y su acompañante consiguieron llegar al Perú, luego de haber cruzado el Mato Grosso y gran parte del sur del Perú, el tarapaqueño aún insistía en su compromiso con el rey de España. Finalmente las dudas desaparecieron y un día de 1822 se presentó ante el General San Martín y le manifestó su deseo de ingresar a las filas del ejército patriota. Y así fue, en la batalla final contra los realistas, Castilla estuvo en primera fila, fue herido, pero eso no impidió que los patriotas ganaran la guerra de la Independencia americana. Las páginas finales de la novela son un retorno a su reciente deceso, cuando el Mariscal muere sobre su caballo. Las exequias duraron varios días y el gobierno no pudo impedir las manifestaciones de adhesión hacia este hombre que se había transformado en un mito. Por ello, nadie estaba seguro de que de los restos que finalmente enterró el Estado casi un año después correspondieran, en efecto, a él. Quizá, como Túpac Amaru (quien es citado en la versión del poeta Romualdo) sus restos estén repartidos por todo el Perú y el narrador González Viaña, los ha vuelto a juntar en esta gran novela, que cada peruano debe leer para descubrir su camino vital. Al margen de este dato patriótico, es lícito decir que El largo camino de Castilla es una de las más logradas novelas del autor peruano. Se lee de un tirón, a la vez que cada capítulo es digno de releerse para apreciar la sabiduría, el arte, el compromiso ético y estético con América.
Dr. Antonio González Montes, miembro de la Academia Peruana de la Lengua y autor de esta reseña.
Presentación en el Centro Cultural Inca Garcilaso de la Cancillería peruana el 6 de agosto del 2020:
https://www.youtube.com/watch?v=7tqovuj0NJY