EL PSIQUIATRA DE KLOAKA
Por José Antonio Mazzotti
(publicado en su página personal de Facebook el 1 de agosto del 2020)
En la foto: el psiquiatra Guido Mazzotti Suárez (al centro, de camisa celeste) rodeado de los poetas Dalmacia Ruiz-Rosas, Domingo de Ramos, Róger Santiváñez y el músico Piero Bustos, Lima, 1995. “Disclaimer”: no necesariamente sus pacientes.
Una tarea pendiente en el estudio de la poesía peruana es su relación clínica con el mundo de la locura. No me refiero al lugar común que reza “de músico, poeta y loco, todos tenemos un poco”, sino concretamente a aquellos casos de extrema sintomaticidad que pueden diagnosticarse con algunos de esos nombres ya comunes como esquizofrenia, psicosis o trastorno bipolar (antes llamado síndrome maníaco-depresivo). El tema es peliagudo y sensible, pues cualquier persona que sufra de alguna de esas condiciones es inmediatamente estigmatizada por la sociedad y pasa a enfrentar un infierno de abandono, incomprensión, humillación, encierro o descarnada represión. En la mayoría de los casos se apela a fármacos para ayudar en algo a paliar su “mal”, casi siempre ligado a un sufrimiento inenarrable.
Casos ha habido en la poesía peruana como los de Guillerno Chirinos Cúneo, Martín Adán (famoso por su encierro voluntario en el hospital Larco Herrera, alegando que los verdaderos locos “estaban afuera”) y otros que, en un extremo de depresión, optaron por el suicidio. En el caso de la poesía más reciente, el tema está por explorarse.
Traigo estas ideas a colación porque hoy, 1 de agosto, se cumplen quince años de la muerte del Dr. Guido Mazzotti Suárez, personaje muy recordado en su familia (era tío mío en segundo grado), pero poco reconocido en su relación con la literatura peruana. En el mundo de la psiquiatría brilló por sus precoces logros, y de ello sin duda podrán dar testimonio sus colegas y pacientes, tanto de la Universidad Cayetano Heredia como de la Universidad Johns Hopkins en Baltimore. Pero lo que pocos saben es que “el primo Guido”, como cariñosamente lo llamábamos, tuvo una y otra vez la inmensa generosidad de tratar a muchos poetas de los años 80. En esos tiempos de extrema violencia, incertidumbre, drogadicción e intoxicación, los poetas, como “torres de Dios” (Darío dixit), acusaban recibo en su propia salud mental del estado de ánimo preponderante en el país. La contraparte de ello son los libros y poemas que han quedado, dando cuenta del caos y la intensidad fulgurante de aquel fin de siglo peruano. Sin embargo, los poetas necesitaban mantener un mínimo de estabilidad espiritual para poder construir su obra. Y ahí era donde Guido cumplía una función salvadora.
Sólo quise mencionar el caso en recuerdo del gran amigo y profesional que fue “jalado” por un cáncer pulmonar a la prematura edad de 41 años, el 1 de agosto del 2005. Cuando nuestra crítica literaria salga de sus casillas (cosa recomendable en algunos casos) se podrá ver mejor esa relación interdisciplinaria entre poesía y psiquiatría y valorar en sus múltiples dimensiones un fenómeno cultural que tiene aún mucho que decir. Los papeles de Guido están ahí para probarlo. Mientras tanto, y como decía Lucho Hernández, “Dios ponga cabe a nuestras lágrimas”. Desde arriba, sin duda, Guido nos está mirando.
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